El tiempo nos hace mas violentxs.

jueves, 29 de agosto de 2013

-.

Con Isabel compartí mucho. Mas allá de amarnos y acompañarnos en todo momento, mas allá de compartir un beso o una caricia, nos unían los sueños. Ibamos por el mundo anhelando ser tan libres, caminábamos juntos construyendo nuestro camino hacia la utopía.
Me encantaba escucharla hablar, me encantaba su enagenación cada vez que vomitaba palabras con ira, sus gestos violentos. Isabel era firme en cuanto a lo que creía. Isabel nunca se calló. Quizás eso fue lo que me cautivó de ella.

Cada viernes nos encontrabamos en la plazuela para luego caminar hacia la casa de uno de nuestros compas.
Ambos sabíamos en lo que estábamos.
Recuerdo que una vez me confesó que le asustaba pensar en que algún día podían llegar a quitarle la poca libertad que tenía. Jamás pensé que ese día podía llegar. Jamás pensé que el miedo mas grande de Isabel iba a concretarse.

El 11 de septiembre del 73 el país queda en manos de Pinochet. Como maldigo su nombre, y como maldigo aquel fatídico día.
A pesar de todo ella siempre se mostró tranquila, y  hasta fue capaz de calmarme cuando yo ya perdía la cabeza preso de la sicosis.
Una tarde mientras ibamos de camino a su casa antes del toque de queda que había sido impuesto, se quedó parada en medio de la calle mirando al suelo. Cuando levantó sus ojos me hizo prometerle que pasara lo que pasara seríamos compañeros. Se lo juré por mi vida.

En la noche del 20 de noviembre del 74 mi padre sube las escaleras hacia mi pieza, ágil, raudo, jadeante. Me despierta. Entonces sé que algo anda mal.
Pienso en Isabel.
Mi padre recupera el aliento y entonces me cuenta del llamado telefónico y de las malas, de las  horribles noticias que acababa de recibir; la casa de nuestro compañero había sido allanada. Nuestro compañero había sido sacado a la fuerza y detenido junto a sus hermanos. Era una advertencia.
De nuevo pensé en Isabel.
Corrí escaleras abajo y besé a mi madre, quien me suplicaba que no saliera. Ni ella, ni los milicos, ni el régimen asesino iban a detenerme.
Cuando llegué a su pequeño departamento sus padres me recibieron con sorpresa. Isabel no tenía idea de nada y al enterarse no hizo mas que desgarrarse en llanto, en sollozos, en miedo.
Ambos teníamos miedo.
Decidimos esperar a la mañana y huir juntos. De seguro nos estarían buscando a nosotros también.
Donde, como, no sabíamos. No importaba.
Al fin del toque de queda corrí con rumbo a mi casa. Tan solo fue media hora. A lo mas cuarenta y cinco minutos.
Luego de despedirme sin la certeza de un retorno y cuando me disponía a salir a buscarla, el teléfono sonó nuevamente.
Me congelé en el umbral de la puerta.
Mi madre contestó. No respondió a nada de lo que le dijeron. Puso su mano en mi hombro y aguantándose el llanto me dijo que se habían llevado a Isabel.
Mis rodillas temblaron y palidecí.
No se cuanto tiempo estuve en shock. No se si fueron minutos o segundos.
Mientras corría pensaba en ella. Mientras corría lloraba y le pedía perdón. Mientras cruzaba avenidas sin mirar, las imágenes mas aborrecibles, horripilantes y crueles se amontonaban en mi cabeza.
No fueron mas de cuarenta y cinco minutos.
Nunca debí dejarla sola.

Yo me salvé el pellejo. Huí lejos de Chile cargando conmigo el recuerdo vivo de Isabel.
En el día recordaba sus palabras, sus gestos, su gusto por la escritura. En las noches la lloraba y me preguntaba por ella. Me preguntaba si estaba viva, si estaba enferma, si estaba muerta, si la habían lanzado al mar o a una fosa común.

El tiempo comenzó a pasar pero la cicatriz que me dejó la desaparición de Isabel jamás se borró, y volvió a desgarrarse cuando años después su nombre salió publicado junto al de miles de muertos.
Así me enteré de su muerte y al mismo tiempo del hijo que aguardaba en su útero.
No fueron mas de cuarenta y cinco minutos. Pero jamás me lo perdonaré.
Aún lloro a Isabel y al hijo que jamás conocí.

Hoy pienso que sigue viva en cada joven que al igual que ella escupe las palabras en contra de un sistema que mata, en cada barricada que se enciende, en cada mecha que se lanza, en cada grito que se alza y en cada rostro que se cubre. En cada preso que recupera su libertad. En cada venganza. En cada boicot.
Hoy, Isabel somos todxs.